domingo, 16 de agosto de 2009
Uruguay 1930: El ‘europeo’ de Sudamérica
Por Juan Antonio Torres
Los mundiales de fútbol disputados en Sudamérica fueron más que una gesta deportiva, sino que se enmarcaron en trasfondos sociales complejos. Y el campeonato charrúa no fue la excepción.
El primer Mundial, el de Uruguay 1930, fue una especie de “parto de los montes”, según dan cuenta publicaciones deportivas bonaerenses. No era, por cierto, una época muy propicia para iniciar esa aventura, pues el planeta sufría la crisis de la economía y una recesión que afectaba a todas las actividades. Y cruzar el Atlántico desde Europa significaba un viaje muy costoso y de casi un mes de duración.
Lo ocurrido en los Juegos Olímpicos de 1924 en París, con la obtención de la medalla de oro en fútbol por parte de la Selección de Uruguay, aumentó los bonos de ese país, cuyo equipo fue el mejor entre las 21 delegaciones participantes.
En 1926, el presidente de la FIFA, Jules Rimet, nombró una comisión para que se encargara de la realización de un Mundial, dado el éxito de los JJ.OO. Dos años después, en 1928, la “Celeste” de nuevo ganó el balompié olímpico, ahora en Amsterdam, lo que le dio la primera opción para acoger el Mundial. La decisión final fue tomada en un congreso en Barcelona, el 18 de mayo de 1929, y las preseas charrúas pesaron para definir la sede. Eso sí, a diferencia de lo ocurrido en los Olímpicos, en los Mundiales podrían participar jugadores profesionales.
Los uruguayos se comprometieron con la construcción de un estadio para 108.000 espectadores llamado Centenario, en honor a los cien años de su organización constitucional.
El escultor francés Abel Lafleur fue designado para la elaboración del trofeo, que a partir de 1950 fue denominado Copa Jules Rimet. La estatuilla de oro puro y plata fina pesa 3,8 kilos, mide 35 centímetros de altura y representaba a la Diosa de la Victoria extendiendo ambos brazos para sostener una copa de borde octogonal en una base de piedras preciosas, con una placa de oro en cada uno de sus cuatro lados. En ellos se graba el nombre del trofeo, además del de cada país campeón del evento. Quedó determinado que el equipo que la ganara tres veces se la llevara en forma definitiva, lo que se dio con Brasil, campeón en 1958, 1962 y 1970.
Para el Mundial de Alemania 1974, la FIFA organizó un concurso buscando instaurar un nuevo trofeo. La estatua elaborada por el escultor italiano Silvio Gazzaniga lo ganó, denominándosele Copa FIFA. Este nuevo galardón es de oro macizo de 18 kilates y malaquita, tiene un peso de cinco kilos y mide 36 centímetros.
Jules Rimet le entrega la copa a Obdulio Varela.
EL‘ PAISITO’ DE SEDE
Los vientos de guerra que corrían en Europa, con el avance incontenible del nazismo en Alemania y del facismo en Italia, crearon un ambiente poco alentador. Pero en ese clima adverso nació el Mundial, que tenía que partir en Uruguay, el “Paisito”, como suelen llamarle sus propios habitantes a la pequeña nación que de manera inexplicable es gran generadora de futbolistas de relieve internacional, capaces de todo.
En el recuerdo estaba el frustrado intento del francés Robert Guerin y del holandés C. Hirschmann de organizar un reglamento para una Copa de esta naturaleza en 1904. Pero por entonces Europa no estaba aún futbolizada y muchos países ni siquiera tenían federaciones ni clubes.
Recién en 1929 fueron aprobadas las condiciones deportivas y financieras para la realización del evento. El país organizador correría con todos los gastos y el sistema de competición sería el de copa, a un solo encuentro. Además de Uruguay, elegido por aclamación, se presentaron las candidaturas de Holanda, Suecia, Hungría, Italia y España.
La FIFA tuvo que ampliar al máximo el plazo de inscripción, llevando a cabo una ardua labor diplomática para tratar de convencer a las federaciones europeas de que participasen. Además, las numerosas deserciones en el Viejo Continente generaron hostilidad hacia esa parte del orbe en América Latina.
Pero surgió la figura de Jules Rimet, quien convenció a Bélgica, Rumania, Yugoslavia y Francia para que viajaran a Uruguay. Es por ello que en retribución a su tarea, el torneo fue denominado después Copa Jules Rimet.
El 5 de julio de 1930, el trasatlántico italiano Conte Verde ingresó al puerto de Montevideo, en medio de una enorme expectación derivada de la curiosidad por ver a futbolistas llegados de tan lejos para enfrentar a los favoritos sudamericanos en la primera versión del Mundial.
AL OTRO LADO DEL RÍO DE LA PLATA
En el 'Libro de Oro del Mundial', editado por el diario argentino Clarín, el cronista trasandino Alberto Amato fue claro en describir la realidad que envolvía a su país en las vísperas del primer Mundial.
“Nos gobierna un Presidente que ha sido reelecto (Hipólito Yrigoyen). Vivimos en medio de la crisis. El desempleo aumentó en forma brutal en relación con la última década. La sequía arruinó la cosecha de granos. Hay amenaza de inundaciones. Muchos de los desocupados que deambulan por las calles vienen del interior, donde la desesperanza es mayor que en la gran ciudad, o son obreros de industrias que cerraron, o fueron despedidos por la necesidad de reducir el personal. Como no hay demanda interna, la producción de la industria local bajó a niveles nunca antes alcanzados. Cayó el salario promedio del obrero industrial. Y muchos se vuelcan a los juegos de azar, e l recurso de los desesperados”.
Pero venía un Mundial de fútbol, que por lo menos servía para robustecer el espíritu y sacar la mente de los problemas. Lo de Uruguay 1930 fue el inicio de una serie que ya va en 17 Mundiales, seis de ellos realizados en Latinoamérica, y de manera concreta con cuatro en Sudamérica. Dos tuvieron vida en plenos períodos de dictaduras (Brasil 1950 y Argentina 1978) y otro fue después de un devastador terremoto (Chile 1962).
No fue el caso de Uruguay, país que era considerado entonces la Europa del continente americano. Por su parte, Argentina, al comenzar la tercera década del siglo XX, cambió para siempre: fue el año del primer golpe militar, con la Constitución violada por primera vez, y el de la primera “revolución”, con un barbarismo semántico que iniciaría medio siglo de sangre, horror y lágrimas.
El mundo estaba en crisis en 1930. Pero nadie hablaba de globalización. Cómo podrían saber los desocupados de entonces que la miseria se había abatido sobre ellos porque en un lugar lejano, con nombre de cataclismo (Wall Street), la Bolsa se había derrumbado el año anterior.
El año 1930 fue el último del amateurismo, del que conservaba casi sólo el nombre. Los muchachos de los clubes grandes cobraban entre 70 y 130 pesos por partido (127 pesos era el sueldo promedio de un obrero industrial). Y en 1931, la tercera ruptura de las entidades del fútbol dio origen al profesionalismo.
Y el Río de La Plata palpitaba el Mundial charrúa e imaginaba la final entre Argentina y Uruguay. Los mismos que habían disputado dos años antes la de los Juegos Olímpicos de Amsterdam, donde ganaron los charrúas la medalla.
Argentina siguió expectante el Mundial.
EL TRISTE POSMUNDIAL ARGENTINO
Pero Europa miraba con recelo ese primer Mundial. ¿Quién se iba a animar a viajar hacia aquellas “tierras inaccesibles”? Los rumanos, por ejemplo, sudaron sangre antes de largarse a Uruguay, pues la mayoría de sus jugadores trabajaba en una compañía petrolera inglesa. Así que los británicos les dijeron que si querían ir al Mundial, tenían que olvidarse de volver al empleo. Tuvo que intervenir el propio rey Carol de Rumania para poner las cosas en orden.
Por su parte, Jules Rimet llegó al puerto de Montevideo sosteniendo en sus manos un trofeo chiquito, dorado, austero, precioso y, sobre todo, codiciado. Era la Copa del Mundo, que algún día llevará su nombre. Su gestión resultó clave para la organización del primer evento, en el que Uruguay derrotó en la final a Argentina, por 4 a 2.
Se había afianzado la famosa ‘garra charrúa’, la surgida en los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928, a la que hizo honor un joven de sonrisa ancha y afinación de piano, Carlos Gardel, quien junto a sus guitarristas cantó para el equipo campeón. Y lo mismo hizo para los argentinos, atrincherados en el Hotel La Barra de Santa Lucía, en las afueras de Montevideo.
Después del Mundial, al abismo en Argentina. El 6 de septiembre de 1930, un admirador y propagandista del militarismo alemán, José Félix Uriburu, se puso su uniforme de general y marchó hacia el Colegio Militar de Argentina.
Para entonces, un grupo de civiles opositores a Irigoyen, entre ellos varios diputados conservadores, ya está frente a la base aérea de El Palomar, banderas argentinas en mano, para pedir el golpe. Representan el poder económico de los ganaderos y los bancos extranjeros.
Campo de Mayo dice no a la sublevación. Uriburu elige entonces a un par de compañías del Colegio Militar, con la certeza de que ninguno de sus camaradas va a disparar contra esos muchachos. Así llegan a la Casa de Gobierno, exigen la renuncia del vicepresidente Enrique Martínez, ya que Irigoyen delegó el poder en él.
Cuatro días después, en Rosario, la “revolución” fusilará a un joven obrero catalán, Joaquín Penina, acusado de imprimir un volante contra Uriburu. Por lo pronto, Irigoyen va a parar al recinto Martín García, a una celda en la que según su médico “hasta ratas hay”.
La historia empieza a jugar a la tragedia en Argentina. Entre los oficiales que marchan junto a Uriburu, hay un joven capitán del Ejército, convencido de que debe darse el golpe: se trata de Juan Domingo Perón. Quince años después, él también estará preso en Martín García, paso previo de su gloria.
Entre los civiles que miran entristecidos la columna militar, hay un correntino joven que en ese momento sintió que “algo se derrumbaba para siempre en la política trasandina”. Es Arturo Frondizi, quien llegó a ser presidente argentino 32 años después seguir el mismo destino de Irigoyen, siendo enviado a Martín García por los militares. Codo a codo marchaba con Uriburu un joven cadete que igualmente haría historia décadas después, Alvaro Alsogaray.
ENSAYO PARA LA ITALIA FASCISTA
El éxito del Campeonato del Mundo de 1930 en Uruguay quedó patente cuando con miras a la segunda edición, 32 naciones se inscribieron para el de Italia 1934.
Los europeos, que no habían creído en este torneo, vieron que sí era posible y rentable. Los italianos, que se habían abstenido cuando proclamaron a Uruguay para el de 1930, decidieron presentar su candidatura, pues la presión de ciertos intereses políticos ayudaba de gran manera a esta reivindicación.
El presidente de la Federación Italiana de Fútbol era el general Vaccaro, mandatario del régimen fascista que dominaba al país. El propio dictador Benito Mussolini apoyó esta candidatura, que sirvió como lavado de imagen a su régimen opresor.
Su olfato le hizo advertir que sería una buena inyección de fe y de entusiasmo para su movimiento organizar y ganar el siguiente Mundial en Italia. La sede le fue asignada, y en 1934 fueron los estadios italianos los que sirvieron de escenario al segundo capítulo de la historia de los Mundiales.
A este evento no fue Uruguay, como protesta por el vejamen europeo de cuatro años antes.
Con la guerra encima, vino posteriormente el Mundial de Francia 1938, evento que sirvió para la aparición futbolera de los brasileños. El nazismo ya estaba movilizado más allá de sus fronteras matando, entre otras cosas, al fútbol. Los franceses lo organizaron casi sin reparar que un vecino agresivo esperaba el momento preciso para dar el zarpazo. Vino la Segunda Guerra Mundial y recién doce años después del tercer torneo pudo reorganizarse la cita, renaciendo la fiesta del fútbol mundial en Brasil, volviendo a Sudamérica la confianza de FIFA, en 1950.
fuente: http://www.triunfo.cl/prontus_triunfo/site/artic/20090814/pags/20090814133431.html