JORGE ABBONDANZA
Cabe preguntarse si no habrá llegado la hora de racionalizar el circuito de museos de arte de este país -tanto nacionales como municipales- reorganizando el acervo de manera que la pintura histórica, la moderna y la contemporánea que ha dado el Uruguay tengan sus respectivos espacios e impidan así que el visitante se embarulle, contribuyendo en cambio a su debido proceso de conocimiento y formación, al desarrollo ordenado de su sensibilidad y a una clara visión del pasado y el presente en materia de artes visuales en el ámbito nacional.
Por el momento, el patrimonio medular de esos museos oficiales mantiene un desorden que no es culpa de sus actuales responsables, sino de la imprecisión con que se fundaron y la inutilidad con que han competido entre sí desde entonces. La obra de Blanes, por ejemplo, está repartida entre el Museo Nacional de Artes Visuales (que depende del Ministerio de Educación y Cultura) y el Museo Juan Manuel Blanes (que en cambio forma parte de la Intendencia Municipal de Montevideo), y algo similar ocurre con la producción de Pedro Figari. Esa superposición neutraliza el servicio que prestan al público ambas instituciones, dispersando los focos de atención que podrían estar debidamente concentrados y disponer de otro ordenamiento en beneficio de la divulgación de la plástica uruguaya y del provecho del público.
Un país pequeño y pobre como el nuestro, embarcado como está desde hace años en un declive de creciente desculturización, no debería permitirse el lujo de que buena parte del acervo artístico (que es una de sus pocas riquezas) siga sepultado en los depósitos de los museos sin que vea la luz para la cual esos trabajos fueron creados. Semejante enterramiento abarca a numerosos maestros difuntos y también a la obra de artistas vivos que fue adquirida para su exhibición, según puede deducirse al amparo de la lógica, la conveniencia cultural, la identidad comunitaria y el sentido común.
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Sin ir más lejos, podría diagramarse un itinerario donde las obras del siglo XIX (Gallino, Blanes, Sáez) tuvieran su ámbito, para pasar a las cumbres de comienzos del siglo XX (Barradas, Torres, Figari, De Simone) en sus correspondientes espacios, luego de lo cual podría venir un agrupamiento de los paisajistas (Laborde, Etchebarne, Cúneo) y una selección del arte no figurativo que creció a partir de 1950, y así sucesivamente. De la misma forma en que una biblioteca tiene su clasificación por épocas y géneros, un patrimonio artístico podría estar debidamente eslabonado para cumplir con el cometido didáctico que compromete a los organismos públicos dedicados a la difusión de la pintura y demás lenguajes plásticos.
Tal como la historia universal tiene su orden, dictado por la cronología pero también por el carácter de sus acontecimientos, el arte debe tener el suyo y guiar al interesado, ofreciéndole un hilo conductor, no una acumulación de tesoros en medio de los cuales la gente no siempre sabe cómo orientarse. Habría que pensar y resolver algo al respecto, si los servicios públicos en la materia quieren mantener su significación cultural y su importancia social.
El País Digital http://www.elpais.com.uy/090816/pespec-436013/espectaculos/la-utilidad-de-los-servicios-culturales