lunes, 24 de agosto de 2009

Made in Uruguay

fuente:http://www.bitacora.com.uy/noticia_2492_1.html

Por Esteban Valenti (*)

Los uruguayos tuvimos una época de oro. En nuestra breve historia hubo un tiempo de excelencia, de audacia extrema, de desproporción entre nuestras dimensiones, nuestra población y nuestras obras, proyectos y sobre todo nuestras realidades. Fue antes de la decadencia.
Voy a comenzar por un portento de la cultura. El Teatro Solis, que hace 150 años en una pequeña aldea al sur de todo, elevó sus pretensiones en las puertas de la Ciudad Vieja. Poco después fue un educador de apenas 30 años que impulsó la más profunda reforma educativa del continente. Si hubiera que elegir una personalidad que más que ninguna otra marcó la identidad nacional, sería José Pedro Varela.

Sus definiciones educativas, sobre la laicidad, sobre el papel civilizador y de integración social de la escuela pública construyeron un país nuevo. Hay un antes y un después de José Pedro Varela, de su excelencia intelectual y educativa.

Un empresario textil instalado en las costas sabaleras decidió desafiar las alturas y en 1908 construyó un edificio ecléctico en el nacimiento de la avenida principal. Fue en su época el más alto de toda la región. Luego llegó la década de la explosión. Éramos un país relativamente rico y sobre todo próspero y decidimos gastar a lo grande y para la posteridad, para marcar un rumbo. Públicos y privados.

En poco más de una década construimos el Palacio Legislativo, sin duda el palacio de la leyes más suntuoso e impresionante de toda América y para darle espacio le pegamos un enorme tajo a toda la ciudad, mientras conteníamos al río-mar con una rambla de granito rojo y en nueve meses levantamos el estadio de fútbol más grande del mundo para el primer campeonato internacional. Y lo ganamos.

El país estaba en obra. En Piriapolis se inauguraba un hotel gigantesco para la época y hasta para la actualidad, alojaba 1.200 pasajeros. Todos era de primera, todo era clase y riesgo. La lista sería interminable y no refiere sólo a construcciones, a obras, sino también a creación literaria, plástica y hasta en el fútbol. Y aquí llegamos al cuello de botella: es el pasado, no podemos seguir siendo nostálgicos. Es cierto, pero mi breve mención – totalmente incompleta – demuestra que la lenta mancha de mediocridad que nos fue cubriendo no es eterna, y que tenemos credenciales para ser diferentes. En la actualidad hay sectores donde somos diferentes.

Uruguay salió de la crisis económica y social y la crisis mundial no logró – a pesar de los augures – sumergirnos de nuevo, pero el país necesita volar alto, necesita calidad, mucha calidad. La calidad que tenemos en la producción arrocera, que llegó a las 8 ton por hectárea promedio y con una calidad en constante asenso, la calidad de los viticultores, que comenzaron desde el desastre y nos pusieron en los radares de los países compradores, la calidad del Plan Ceibal, que en lugar de seguir llorando sobre la “brecha” digital la cruzamos de un salto y por el lado más ancho y más profundo: todos los niños y maestros con su computadora y acceso a Internet. No son máquinas, parecidas a tarjetas de compras, es la organización, la infraestructura técnica, el voluntariado que sostiene el Plan.

Calidad tienen algunos de nuestros arquitectos que desafían el espacio y las formas en lugares exóticos y muy exigentes o diseñan y construyen la torre de Antel (que arquitectónicamente es indiscutible) o el nuevo aeropuerto de Carrasco. Calidad hay en muchos sectores de la producción nacional, de la cultura, como por ejemplo en la gestión del teatro Solis.

Calidad hay en nuestras misiones de cascos azules. Todos los funcionarios de la ONU con los que hablé, pero además pude comprobarlo personalmente en Angola reconocen el profesionalismo, la capacidad técnica y militar de nuestros efectivos. Las fallas no están sobre el terreno de las misiones. Calidad es lo que ha hecho nuestra industria de las tecnologías de la información.

Calidad es lo que se hizo con la deuda pública de Uruguay, que además del impacto de las políticas económicas y sociales general de este gobierno, se trabajó con gran profesionalismo y con excelentes resultados. Pero el motivo de este artículo no es mostrar lo que ya hicimos, sino convocar a darle calidad a todo lo que hacemos y haremos. La calidad que necesitamos no es la suma de pequeñas o medianas excelencias parciales, es poner la calidad en el centro del Proyecto Nacional.

Uruguay debe proponerse que la calidad sea un rasgo distintivo, una marca en el orillo. En las grandes y pequeñas cosas que hacen una sociedad. En la calidad de sus instituciones y del estado uruguayo, que está muy lejos de satisfacernos, en la educación a todos los niveles, con indicadores y medidores exigentes y relacionados con nuestro proyecto nacional, con nuestros grandes objetivos.

Para alcanzar nuevos niveles de calidad en la producción, en la especialización productiva, en el uso de la tecnología “aguas arriba” de la producción agropecuaria, en la industria, en el cuidado medio ambiental, en la biotecnología, en la generación energética, en las telecomunicaciones, en la industria logística, en todos los servicios relacionados con el turismo es necesario un análisis de conjunto, integral. Es el corazón del Proyecto Nacional, porque en definitiva lo que buscamos es el impacto social de la calidad, en la distribución de la riqueza y en la libertad de las necesidades.

Requerimos más calidad en la lucha por la seguridad en todos los planos, en especial en la lucha contra el delito y contra la delincuencia organizada. También en este terreno tenemos una buena base.

Debemos partir de una profunda y seria discusión permanente del conjunto de la sociedad, comenzando por la política y el Estado donde el objetivo de la calidad sea parte esencial del proyecto nacional. Hace falta una potente voluntad política.

Necesitamos el imprescindible aporte de la academia, de la intelectualidad para que todos asumamos que nuestro destino no es ser “el país de la cola de paja”. Sólo con la voluntad política no alcanza, hacen falta capacidades, aprendizajes, exigencias intelectuales, científicas, culturales, empresariales.

La calidad es un proceso continuo, es un aprendizaje y una construcción incesante, que en los sectores estratégicos se plantea siempre nuevos desafíos. No hay calidad sin innovación en todos los frentes y en forma permanente. Hemos sentado las bases, creado una institucionalidad y soportes para avanzar en esta dirección.

La izquierda demostró desde el gobierno que muchos mitos sobre los que sobrevivió la derecha durante décadas eran eso, mitos. Por ejemplo la idea que atender las emergencias sociales, las políticas sociales y una mejor redistribución afectaba inexorablemente la macro economía. Es una batalla que ganamos en estos cuatro años con comodidad y en todos los frentes.

La batalla por la calidad en todos los frentes, en las políticas públicas, de las políticas sociales, en la producción de bienes y servicios, en el funcionamiento del Estado y en su transparencia y funcionalidad, en los resultados educativos, en los niveles de la salud pública al alcance de todos, en la seguridad, en el desarrollo de las artes y de la cultura deben ser la nueva etapa del cambio. No se trata de volver al pasado remoto e imposible, es tenerlo como referencia para animarnos a mucho más y sobre todo a mucho mejor.

La batalla de la calidad es una batalla ideológica en primer lugar, es derrotar a la derecha en su pretensión de que ellos son los depositarios de ciertas virtudes exclusivas, reservadas a determinados sectores sociales. Nosotros tenemos y podemos demostrar que de la mano de la calidad puede avanzar una sociedad entera, un país serio y mucho más justo. Porque sin eso no hay calidad de vida, que en definitiva es lo fundamental. Para desmentir esa frase de Roland Barthes de que la derecha se queda con el placer y la izquierda con la protesta. Nosotros podemos quedarnos con el placer indivisible de la calidad y de la justicia social.


(*) Periodista, escritor, coordinador de Bitácora. Uruguay.