Fantasmas y pesares de un exiliado
Una mirada sobre el destierro y sus efectos en el corazón de quienes lo padecen siguiendo el camino de introspección del autor. Las distancias y los tiempos como brechas insalvables por el sentimiento. Argentina y su matriz migratoria. Por qué volver a casa es tan difícil como no hacerlo.
Albino Gómez / Periodista, escritor y diplomático.
La verdad es que desde el punto de vista técnico-jurídico-político nunca fui yo un exiliado. Pero lo he sido sí, y varias veces, desde un punto de vista existencial, vivencial, emocional, y todavía, muy sutilmente lo soy, en tanto y cuanto uno pertenece en su propia ciudad a un tiempo de ella, que la más de la veces se desvanece y la ciudad deja de ser lo que fue, y sólo volvemos a encontrarla en el color de su “río inmóvil” o en el color de las tardes de sus plazas cuando cae el sol. A pesar de lo que decía Cortázar y que citaré al final de este texto. Ruego se me disculpe si en esta nota soy demasiado autoreferencial. Ocurre que soy la persona que tengo más a mano.
Como la mayoría de los argentinos no desciendo de aztecas, mayas, incas o de otros pueblos ahora llamados “originarios”, sino de los barcos, pero no llegué a conocer a mis abuelos maternos que llegaron aquí desde Italia, no como exiliados políticos sino como inmigrantes. Mis abuelos paternos, por su parte, eran argentinos. Seguramente por ello nunca escuché en mis primeros años hablar de nostalgias por una patria perdida, añorada y lejana. Sí en cambio supe más tarde, por las conversaciones de los mayores en mi casa, de los refugiados españoles republicanos que llegaron a nuestro país finalizada la dramática Guerra Civil, que fue seguida aquí casi como algo propio. Luego conocí en mis años juveniles a hombres de gran valor como Claudio Sánchez de Albornoz, Jimenez Azúa, Rafael Alberti. Y también tuve compañeros de estudio, paraguayos, bolivianos y peruanos, que llegaron a nuestro país porque sus padres sufrían persecución política en sus propias naciones. Vale decir que los exilios llegaron a mí a través de vivencias ajenas pero lograron despertar mi total empatía.
El exilio estaba práctica y jurídicamente terminado, pero entonces venía el gran problema de volver, de ese volver tan añorado, tan querido, pero a la vez también tan difícil de poner en práctica después de diez años, vividos en un lugar seguro, que les había dado trabajo y paz, donde los hijos habían crecido y estudiado…
Tal vez fuese por eso que cuando me radiqué en el exterior en mi primer puesto diplomático, en la Misión Argentina ante las Naciones Unidas, en la ciudad de Nueva York, aunque nada tenían que ver mis funciones con la colonia argentina allí residente, le dediqué bastante tiempo al contacto con muchísimos de sus integrantes, que por supuesto eran de muy diversas ocupaciones y profesiones. En una ciudad cosmopolita al máximo como esa pude también establecer relaciones sociales y hasta amistad con muchos integrantes de colonias procedentes de nuestro Continente. Como estoy hablando de la década de comienzos de los sesenta, los nuestros no eran en su mayoría técnicamente exiliados, ya que habían salido de la Argentina voluntariamente, por razones laborales, buscando mejores oportunidades de estudio, para hacer investigación o simplemente por espíritu de aventura. Así me encontré con técnicos, médicos, químicos, ingenieros, dentistas, comerciantes, periodistas, profesores universitarios, simples laburantes, mozos de restaurant, empleados de hoteles, de compañías aéreas, mecánicos de automóviles, etc.
Por supuesto, no faltaba el consabido Club Argentino donde se conseguía yerba, dulce de leche, factura, diarios y revistas, se daban clases de inglés, o se organizaban asados y campeonatos de truco. Esto se repitió años más tarde en Washington DC cuando me desempeñé en nuestra embajada como consejero cultural y de prensa, donde mi conexión con la colonia argentina ya tenía más que ver que en Nueva York, con mi propia actividad oficial. Pero claro está, la colonia argentina allí era mucho más reducida que la neoyorkina y más uniforme en orden a actividades laborales, pero tampoco específica o técnicamente integrada por exiliados en el sentido político del término.
Nostalgia por la patria lejana
Ya a esta altura necesito señalar, que si bien el exilio político puede resultar el más doloroso, porque en primer lugar es involuntario y en la mayoría de los casos se ha producido para salvar la libertad o la vida de quienes lo padecen, creando en general una permanente ansiedad sobre las posibilidades de su finalización para poder regresar en cada caso al país de origen, de todos modos, cuando el exiliado, cualquiera sea su naturaleza, está fuera del país de su cultura y de sus afectos, puede padecer de similares sentimientos y emociones que los perturba tanto como a sus familiares. Yo viví en el exterior como diplomático y como periodista. Por supuesto se trató entonces de elecciones personales, que podemos llamar voluntarias o libres, aunque en ambos casos estaban también determinadas o condicionadas por deberes profesionales, y la sensación de la distancia, la de echar de menos costumbres, paisajes, amigos y afectos, no fue nunca demasiado distinta de la de otros argentinos. Por otra parte, durante la última dictadura militar, a pesar de mi total falta de militancia o actividad política, una grosera lectura sobre el sentido de lo hecho y publicado por mí desde 1958 hasta 1974, determinó no solo algunas sanciones de tipo político sino incluso mi cesantía en el Servicio Exterior durante el tercer gobierno de Perón, y mi regreso al periodismo diario. Pero además, también mi salida del país como salvaguardia, a los Estados Unidos, para representar a la Flacso (Facultad latinoamericana de Ciencias Sociales) durante un tiempo y luego a Clarín. Recién pude regresar con seguridad en 1981 y ser reincorporado a la Cancillería por Ley del Congreso en 1984, bajo el gobierno de Raúl Alfonsín.
Pero volviendo nuevamente a lo general, lo que sí pude siempre comprobar es que los argentinos en general, éramos entre los latinoamericanos, los que más sentíamos la nostalgia por la patria lejana, por nuestro propio país.
Todo este tipo de experiencias me acompañó en otros países de distintas maneras, en orden al mayor o menor tamaño de las colonias, pero no por otro tipo de diferencias. Además, hay que comprender que hasta mediados de la década del setenta no había siquiera fax, y pasó todavía más tiempo para ir llegando a todo lo que tenemos hoy en materia de tecnología: los mails, la internet, las facilidades de las comunicaciones telefónicas, las pantallitas con imagen….el acortamiento de las distancias...Clarín y La Nación llegaban en paquetes semanales que tardaban unos diez días para tenerlos en Nueva York, y de igual modo las cartas. Por lo cual, recién hoy, que vivimos en la instantaneidad total, pienso en lo extraordinario que era que los destinatarios aceptáramos como algo totalmente actual lo que nuestros remitentes nos dijeran en los textos firmados diez o quince días atrás. Se tratase de un estado de salud como del amor. Hoy, un destinatario se preguntaría, por ejemplo, si ese “te quiero” dicho diez días atrás, podría tener vigencia actual. Todo esto parece banal o un juego de humor. Pero las insalvables distancias creaban muchísimas incertidumbres, de todo carácter.
Después, tuve otro tipo de experiencia, muy dramática, que fue la vivida en el Chile de Salvador Allende, cuando se produjo su derrocamiento y me tocó ocuparme del otorgar los refugios en nuestra embajada en Santiago, que alcanzaron durante el primer mes a más de cuatrocientas personas, entre ellas muchas mujeres embarazadas, y luego gestionar en nuestra Cancillería el otorgamiento del asilo correspondiente con la salida hacia la Argentina, lamentablemente tan peligrosa entonces para ellos, casi como el seguir en Chile. En cada cayo debía yo tomar una declaración para poder justificar mediante ella el otorgamiento del refugio y posterior asilo. Para ello debían demostrar estar en peligro de perder la libertad o la vida, cosa bastante fácil de probar dada la situación que se vivía en Chile inmediatamente después del golpe de Estado.
Por supuesto, así como tuve a militantes muy activos, sobre todo brasileños, sobre los que no cabía duda de que sus vidas mismas corrían peligro, también se daba el hecho de que solo por ser latinoamericano y vivir en el Chile socialista de Allende, era suficiente para ser sospechoso -para Junta Militar- de ser militante socialista, comunista o guerrillero. Además, ocurría que como los alquileres estaban congelados, muchos propietarios encontraron una manera muy fácil de terminar la relación contractual con esos inquilinos latinoamericanos, que era la de denunciarlos como allendistas. De inmediato las fuerzas de seguridad se los llevaban con familia completa al Estadio. También debía gestionar sacar del Estadio a todos los argentinos posibles. Claro está que después de refugiarse en la embajada con el gran alivio que ello significaba, comenzaba al día siguiente la enorme preocupación por el futuro, por la pena y el dolor de todo lo que habían dejado en sus viviendas y que no podrían tal vez nunca más recuperar, por sus trabajos perdidos, por todo, por ese futuro tan incierto. Una cosa era tener en los salones de la embajada a cuatrocientos invitados en una recepción diplomática durante dos horas, y otra muy distinta tener esa cantidad malviviendo durante las veinticuatro horas del día, semanas y semanas, tratando de conseguirles víveres en medio de un general desabastecimiento.
Julio Cortazar decía: “Ser argentino es estar triste, ser argentino es estar lejos". Y agregaba: "Vos ves la Cruz del Sur, respirás el verano con su olor a duraznos, caminas de noche mi pequeño fantasma silencioso, por ese Buenos Aires, por ese siempre mismo Buenos Aires”.
Diez años más tarde, cuando fui el primer embajador en Suecia, de la democracia restablecida en nuestro país, me reencontré allí con algunos de los argentinos y chilenos que había refugiado en Santiago, y que seguían en Suecia, cuando ya, el exilio estaba práctica y jurídicamente terminado, pero entonces venía el gran problema de volver, de ese volver tan añorado, tan querido, pero a la vez también tan difícil de poner en práctica después de diez años, vividos en un lugar seguro, que les había dado trabajo y paz, donde los hijos habían crecido y estudiado…Otra de las historias de los exilios y su finalización…
REVERSION. Ya a principios de los noventa, reintegrado al Servicio Exterior, durante un tiempo sabático quise seguir la primera campaña de Bill Clinton contra Bush padre, y eso me permitió hacer con Ana Barón que me sucedió como corresponsal de Clarín en Washington DC y con mi amigo Mario del Carril, un ensayo que publicó Emecé bajo el titulo de “Bill Clinton, las claves de su gobierno”. Pero entonces, a raíz de ese trabajo en común, pude por fin cumplir mis deseos de hacer algo más completo sobre los exilios, ya que los comprometí para hacer conmigo un libro de reportajes a argentinos que se hubieran ido del país sin volver, sin regresar. Y fue así como publicamos también en Emecé, el libro titulado “ Por qué se fueron”. Y luego, ya en Buenos Aires, hice por mi cuenta otro libro reportaje a argentinos que habían vuelto del exilio a nuestro país, y que publicó Homo Sapiens con Editorial Tea bajo el título “Exilios (Por qué volvieron).
Con dichos trabajos no pretendimos en el primero, ni pretendí yo en el segundo, hacer una investigación sociológica sobre las migraciones argentinas, sino producir tan solo textos testimoniales, vivenciales, producto de la muy larga serie de entrevistas que hicimos a argentinos en varias ciudades del mundo -obviamente, no en todas las que hubiéramos deseado- y cuya selección final se fundó, no sólo en la diversidad de los entrevistados, sino también, en su mayor representatividad del plexo de motivaciones que llevaron –y siguen llevando- a nuestros compatriotas al exterior, teniendo muy en cuenta la expresividad de los sentimientos, en general ambivalentes, que dicha situación de tener que vivir fuera del país, como la de tener que volver, conlleva. Además, todos sabemos que la Argentina fue históricamente un país de inmigración, y que dicha característica abarcó, claro está que con subas y bajas, casi un siglo: desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX. Pero luego, tal tendencia fue modificándose gradualmente para transformar a la Argentina en un país de emigración, sobre todo en los sectores de clase media, con un alto componente de profesionales, intelectuales, artistas, científicos y técnicos, que implica para nuestro país ese lamentable problema conocido como la fuga de talentos o pérdida de cerebros.
¿Qué circunstancias fueron las que produjeron esta reversión de la tendencia?
En general, la inseguridad de carácter político y de carácter económico fueron los principales contribuyentes a la emigración de los argentinos durante los últimos cincuenta años. Y esto ha comprendido desde las situaciones más dramáticas de persecución política y falta de libertad, hasta la simple atracción por un mejor nivel de vida, o por más altos niveles técnicos, o por el progreso científico y la calidad de la enseñanza en los países desarrollados. También en estos últimos años, ha sido un factor determinante las dificultades para encontrar empleo, para profesionales jóvenes o de edad mediana.
Al responder a las preguntas de "por qué se habían ido”, los entrevistados no sólo contribuían a explicar las causas de la emigración, sino que además brindaban una radiografía de nuestro país, enfrentándonos a un espejo especial que reflejaba desde afuera lo que éramos y somos por dentro. Por lo general, en sus testimonios, la nostalgia apasionada se mezclaba con la crítica severa, hasta con la bronca, lo que permitía percibir en sus discursos, una dualidad entre la Argentina que añoraban y la Argentina que los había obligado a salir. El resultado constituía una visión de nuestra realidad que desafiaba a reflexionar desde otras perspectivas, y que podía ayudar a comprender mejor el por qué somos como somos.
"La humanidad ha optado por una monocultura"
Para muchos argentinos descendientes de europeos, emigrar a Europa fue como una suerte de retorno. Porque en nuestro país, los recuerdos, las costumbres y las tradiciones conservadas por cientos de familias que inmigraron desde Europa, lograron estimular la imaginación de las nuevas generaciones, haciendo posible la vivencia del retorno a las raíces familiares. Pero no obstante, la emigración de estos argentinos "a los orígenes", contrastaba mucho con el salto al vacío que realizaron sus antepasados cuando vinieron a la Argentina.
En cambio, respecto de la emigración argentina a países tales como -por ejemplo- Estados Unidos, Canadá o Suecia, por regla general, presentaba un cuadro muy distinto al que acabo de mencionar. En primer lugar, porque son contadas las familias argentinas con antepasados norteamericanos, no muchas las que tienen antepasados suecos y prácticamente inexistentes las familias con antepasados canadienses, pero además, hay que tener en cuenta la naturaleza de la vida social en esos países que, según algunos testimonios, es aparentemente menos "humana" y "familiar" que la de nuestra sociedad. De modo tal que, por más integrado que esté el argentino en cualquiera de esos tres países -o en algunos otros de culturas similares- padecía con frecuencia de ciertas vivencias de soledad, que también suelen sufrir los propios integrantes de la sociedad local, pero en el caso de los inmigrantes, dichas vivencias se ven agravadas por la carencia de un punto de referencia social y cultural compartido.
Esas soledades, que en parte son una consecuencia de la descentralización y creciente especialización de la vida moderna, se dan al lado de una gran riqueza de recursos humanos y materiales, yuxtaposición ésta que frecuentemente tiene un efecto catalizador.
También fue comprobable que algunos de los argentinos que emigraban a los Estados Unidos, tenían la actitud "golondrina" de los europeos del fin del siglo pasado, que venían a la Argentina "para hacer la América" y después, regresar a sus países de origen. Estos argentinos, no iban o no van todavía a los Estados Unidos con una verdadera intención de emigrar, aunque después puedan eventualmente radicarse definitivamente allí. Lo mismo ocurre con aquellos otros que, habiendo viajado a dicho país sólo temporalmente para especializarse, luego se van quedando para siempre, aun sin haberlo programado así. Por otra parte, volver es un desafío distinto y, quizás, más grande que irse. En todo caso, rara vez es fácil. Por eso, no son pocos los argentinos que, mucho más que haberse ido, lamentan no haber podido volver.
Para los integrantes de minorías perseguidas que emigraron a la Argentina, como la judía, la armenia o la árabe, un retorno, vale decir la emigración al origen familiar, constituye una experiencia más compleja que para los inmigrantes que llegaron a nuestro país desde Europa Occidental. Por ejemplo, Israel puede ser la tierra prometida para un judío, sin que por ello forme parte del pasado de su familia que ha emigrado a la Argentina desde Rusia o de lo que hoy es Polonia.
Como estoy hablando de la década de comienzos de los sesenta, los nuestros no eran en su mayoría técnicamente exiliados, ya que habían salido de la Argentina voluntariamente, por razones laborales, buscando mejores oportunidades de estudio, para hacer investigación o simplemente por espíritu de aventura.
Muchos de los emigrantes judíos que se establecieron en la Argentina provenían de regiones del Imperio zarista, donde habían sido perseguidos. Y el recuerdo de esa persecución unido al agradecimiento al país que le ofreció refugio y una nueva vida, contribuyeron a inculcar en muchos descendientes de los inmigrantes judíos un intenso sentimiento nacional argentino.
Por otra parte, conviene señalar que, en términos generales, la creciente globalización de las sociedades y de las culturas regionales, proceso que empezó hace siglos, tiene un efecto cada vez más claro sobre la naturaleza de la emigración. El antropólogo Claude Lévi Strauss comenta en "Tristes Tropiques" (1955) que hace tres siglos, viajar ponía al viajero en contacto con civilizaciones radicalmente distintas a la suya; hoy, eso ocurre raramente, o en todo caso, las eventuales diferencias son previamente conocidas y no producen mayor sorpresa o extrañeza. Además, las actuales comunicaciones son instantáneas, gracias como ya lo dijimos, a toda la moderna tecnología satelital, a los teléfonos, de línea o celulares, a la internet, al correo electrónico, al fax, al modem, y a las pantallas de los ordenadores que pueden reproducir las imágenes de los interlocutores. Y están al alcance de todo viajero. Por ello, la observación de Levy Strauss de que "La humanidad ha optado por una monocultura", salvo excepciones, es cada vez más cierta.
Tan cierta es, que cualquier viajero puede hoy ver en las vidrieras de los pueblos turcos, los mismos productos que se exhiben en New Haven (EE.UU. de América). Del mismo modo que los "shopping centers" de Buenos Aires están hechos a imagen y semejanza de los "Malls" de los Estados Unidos, ejerciendo en ese país como en el nuestro, la misma fascinación, que hoy ya se ha trasladado a China.
Así las cosas, en este comienzo del siglo XXI, el acto de emigrar puede ser un salto al vacío mucho menor que el de fines del siglo pasado. Porque en definitiva, hoy, después del salto, casi siempre se aterriza en un aeropuerto parecido al que se dejó y en una sociedad de consumo cuya dinámica no es tan distinta a la propia. Incluso a veces, resulta más fácil pasar de una cultura a otra viajando dentro de un mismo país, que haciéndolo de un país a otro.
No sería justo dejar de mencionar, que desde los albores de nuestra historia, la violencia y la intransigencia política, o cuando menos, la incomprensión, determinaron el exilio de muchos de nuestros próceres. En tal sentido, San Martín, por ejemplo, a quien los sectores más dispares reivindican como el ejemplo superlativo de argentinidad, expresó como pocos el rechazo u hostilidad del "adentro". También están los casos de Moreno, Echeverría, y Alberdi, figuras tutelares todas ellas del siglo XIX, que murieron en ese "afuera", hacia el cual saltaron por compulsiones que no se debían al azar sino a la inclemencia de una patria que los rechazaba. Recordemos a Rivadavia que murió en España; Sarmiento, en Paraguay. Y Borges y Ginastera, que eligieron a Ginebra como el paisaje de su muerte, lo cual quizá, pueda entenderse como una recriminación sesgada, oscura, al paisaje de su vida. O está Juan Perón mismo, quien durante los dieciocho años de su exilio manifestó una y otra vez la voluntad de "ir a tirar los huesos en la pampa", aun cuando luego, al volver, dijera que "no se hallaba", que no sabía dónde poner el cuerpo.
Lo que nos revelaron aquellas entrevistas fue una dimensión de la vida argentina que frecuentemente se pasa por alto, sin una mera indagación y menos aún, asombro o contestación, no obstante constituir ella una compleja y dolorosa realidad que merecería una reflexión sistemática, seguramente a cargo de especialistas, tal vez antropólogos y sociólogos, de una manera científica y mucho más provechosa que el mero testimonio de un periodista.
Julio Cortazar decía: ser argentino es estar triste, ser argentino es estar lejos. Y agregaba: vos ves la Cruz del Sur, respirás el verano con su olor a duraznos, caminas de noche mi pequeño fantasma silencioso, por ese Buenos Aires, por ese siempre mismo Buenos Aires.
* Esta nota se publicó en la Revista Noticias el 28 de enero de 2012.
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